Lee poesía amorosa.
Empápate de la flecha de Cupido cuando se hace verso. Imagina que siembras un durazno con el nombre amado. Habla de la boca que no tiene inconveniente en susurrar el misterioso viento del deseo. Recuerda en el perfil de la montaña a tu pareja suavemente recostada.
Di, como André Breton: tus nalgas de espalda de cisne.
Llénate de juventud, de piel, de refugio, de habitaciones a oscuras, de preguntar a los árboles y a las estrellas. Entérate de la distracción súbita de lo cotidiano, debido a esos ojos para entender el universo, esos brazos como una selva pródiga, ese misterio del mar en la entrepierna, esa llave mágica que es como un gancho al corazón de lo verdaderamente bello y bueno.
Descubre la metáfora lateral de la noche y de la música que la piel enchina. Entiende de la rosa más allá del jardín. Goza el amor y sufre el desamor con la exactitud del poeta cuando ha besado más de lo que ha escrito o leído.
Llora: “a mí me ha tocado no estar contigo”, como escribe Bonifaz Nuño. O alégrate. Entiende que, como dice Antonio Machado, “un corazón solitario no es un corazón”.
Después, escribe una carta de amor. Muchas. Varias.
Anaís Nin dice que nada existe a no ser que se escriba.
No sólo digas: te amo. Adórnalo con la vehemencia de la luz del faro que detiene el naufragio cotidiano, con el sonido de un durazno cuando se muerde, con muchas rosas bellas y con el poder de los amaneceres.
Que tus besos no aren el viento. Que no se desvanezcan. Escríbelos con palabras tuyas y momentos de poeta. Que tus caricias no se las lleve el río del tiempo. Conserva en palabras lo que amaste, el anhelado aroma de su cuello, la ternura que diste o te prodigaron, el placer del universo entero convertido en pareja.
Afírmate en una carta de amor. Di: existo, amo y soy amado o desamado. Ábrete a la intimidad. Deja atrás el pudor y atrévete. Piensa en su cabello, en sus labios o en sus pies. Di amor de diversas maneras, con lágrimas o con un reclamo suave, con la alegría del primer beso, con el roce de eternidad de dos cuerpos que se juntan.
Inspírate en la luna, en la nostalgia de la lluvia. Grita tu alma en palabras que toquen, que acaricien. Una carta de amor –papel, tinta, perfume- es una extensión de la manos que roza la mejilla, de los besos en los rincones saboreables, de los ojos que no escuchan más que el aroma de la media naranja, la vida convertida en su nombre y en la palabra deseo o delicia.
Es la mano que te toca porque te escribe. Es la voz que edifica un paraíso.
Escribe.
El amor, dice Alejandro Rossi, es un espejismo que exige realidad. Pues bien, mete ese amor en un sobre. Ponle un timbre. Mándalo por correo al lugar del corazón y toca la piel y la ternura de quien tú ames.
Mauricio Carreras, Día Siete.
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