jueves, 22 de enero de 2015

El conejito de las orejas grandes y rosadas.

Había un conejillo con unos ojos muy brillantes, el pelo más claro que existía y unas orejas muy grandes, hermosas, rosadas y tersas.
Como era un conejo rebelde, Se fué de casa y se fué a vivir a un lugar que aunque no estaba tan apartado de los otros conejos y conejas, a veces le hacía sentirse solo, tenía que trasladarse largas distancias para encontrar su alimento y por más que trataba de integrarse a otra comunidad de conejos que estaba cercana, esto le resultaba difícil y complicado.
Esa no era su comunidad original y estos otros eran conejos que poseían orejas más pequeñas y un pelaje de un color grisáceo. Estos conejos tenían una enfermedad muy contagiosa que consistía en estar enojado y que los ponía agresivos. Las conejas lo hacían de manera abierta y explícita, mordían y arañaban, pero a los machos se les manifestaba de otra forma. La agresión que ellos manifestaban era menos clara, era velada, de hecho casi no se notaba, era tan velada que casi casi parecían víctimas de las conejas, pero ellos también las lastimaban aunque de una manera distinta.
Cuando se acercaba a la comunidad, había conejos que no lo aceptaban del todo y la coneja que más le importaba, lo miraba con desdeño, criticándolo siempre y reclamándole lo distinto que era.
Aunque no se sentía del todo satisfecho, decidió que ya no quería estar solo y se integró a la comunidad de los conejillos de las orejas más pequeñas. Empezó una nueva vida con la coneja desdeñosa y eso le hizo sentirse menos desadaptado. Los otros lo empezaron a incorporar a la comunidad pero siempre con reservas. Él se acostumbró tanto al rechazo de los demás conejos sus vecinos y su coneja de orejas chicas, que llegó el día en que sin darse cuenta empezó a mudar su bello pelaje blanco en un intento por agradar. Él pensó que eso era lo mejor que podía tener para no estar solo. Y confundido, creyó que no importaba lo que tuviera que hacer y soportar con tal ser querido y aceptado.
Además, empezó poco a poco a contagiarse de esa enfermedad tan extraña.
Con el paso del tiempo, el maravilloso conejo de orejas grandes y rosadas, se acostumbró tanto al rechazo y la crítica que cuando nadie lo criticaba, él hacía algo para recordárles a los demás que era diferente, que no era de los suyos, buscando, casi sin darse cuenta, ese sentimiento de dolor y sufrimiento que debía acompañar a su supuesta felicidad. Como si ese fuera el precio que pagaba por ser aceptado y querido.
Además, ya contagiado, él también agredía de esa forma encubierta y velada. El conflicto se hizo parte de su vida. Tanto, que cuando no lo tenía, no se sentía bien y hacía cosas para propiciarlo. Eso le resultaba emocionante y alimentaba su errónea creencia de que sólo así se podía alcanzar el amor y de que sólo así podía divertirse.
Un día que salió de la comunidad sin querer se perdió. Él conejo de las orejas grandes y rosadas se sentía confundido y no sabía que hacer, caminó y caminó hasta perder el sentido y hasta que el sueño lo venció.
A la mañana siguiente, ya despierto, con la luz del sol y lo apartado del lugar, fué recordándo poco a poco. Sentía reconocer el lugar, que era en el que vivía antes y así también poco a poco fué recordándo todo lo que hacía antes de estar en la comunidad de los de las orejas pequeñas.
Casí mágicamente fué recordándo el lugar en el que vivía, recordó como se sentía estar sano y cómo era su vida antes de que se enfermara. Incluso empezó a recordar a otros conejos y conejas de orejas grandes y rosadas.
Recordó que antes no tenía que hacer nada ni sacrificar nada para ser querido y aceptado. Recordó que sólo bastaba ser Él, para que los otros conejos y conejas lo apreciaran. También recordó que él no tenía que defenderse del rechazo y que no había necesidad de agredir, porque nadie le atacaba.
Se acordó de que antes de estar enfermo, no tenía que hacer cosas que lastimaran ni agredieran a nadie, ni siquiera de forma encubierta. Y repentínamente se dió cuenta que tampoco se agredía a sí mismo.
Fué recordándo automáticamente que existían formas saludables de vivir y que antes de irse, él había estado aprendiéndo nuevas formas de amar en las que no lo atacaban y él no tenía que defenderse ni justificarse. Tampoco tenía que mentir ni buscar castigos. Se dió cuenta que se merecía ser felíz sin pagar ningún precio lastimoso y que no tenía que mudar su pelaje para encajar en el medio.
Antes de la enfermedad, también podía divertirse sin agredir de forma velada. Recordó lo emocionante que resultaba reírse, lo excitante de retozar y que era mucho más complaciente y satisfactorio hacer locuras en el bosque que sabotear su felicidad.

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